Después de las elecciones presidenciales tuve la intención de escribir sobre el nuevo arreglo político que arrojarían los resultados de los comicios y la influencia que tendrían en el logro de acuerdos políticos para aprobar reformas que modernizaran al país. Basta recordar que desde 1997, año en que se instauraron los gobiernos divididos, en México ha habido poco consenso sobre las llamadas «reformas estructurales«, como la fiscal, energética, laboral o sobre cambios profundos de política pública para combatir los monopolios en distintos sectores clave para la economía como el de las telecomunicaciones.
Casi sistemáticamente, durante estos últimos 15 años, la respuesta de la oposición había sido negarle al presidente en turno cualquier intento de hacer cambios estructurales que necesitaran la aprobación del congreso. En el mejor de los casos, se aprobaban reformas incompletas cuyo impacto era limitado en comparación a las exigencias del país.
Esta situación llegó a ser tan irónica que la reforma energética presentada en su momento por el ex presidente Zedillo fue bloqueada por el PAN, mientras una reforma muy similar presentada años después por el ex presidente Fox era bloqueada por el PRI. El tema resultaba ser que, en el contexto de un gobierno dividido, la oposición apostaba al fracaso del gobierno en turno, como estrategia para posicionarse mejor de cara a la siguiente elección. ¿Para qué aprobarle sus propuestas al presidente si el mayor beneficiario de las mismas ante la opinión pública sería el presidente mismo y su partido? Todo se veía como un juego de suma cero, donde lo que ganaba uno, lo perdía el otro.


